jueves, 12 de diciembre de 2019

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Durante varios años de mi adolescencia sufrí acoso escolar.

Mi madre en vez de pararlo o cambiarme de colegio se limitó a llevarme a una psicóloga que no me ayudaba en nada. Ella le contaba unas cosas, como que mis problemas venía porque mi carácter es demasiado fuerte. Yo le contaba otras, como que me manchaban la ropa, los libros y me insultaban todos los días siempre que podían.
Esta señora se centraba en la verdad que ofrecía mi madre; es decir, una realidad que no existía, principalmente porque dejé de hablar en el colegio.

Ese acoso no estaba focalizado en nada especial de mi persona: era una especie de matanza de moscas a cañonazos.

A veces me llamaban negra, otras hija de puta, gorda, fea. ¿Qué importa?

El caso es que me deprimí. Ese es mi don.

Y durante todos aquellos años yo me miraba por las noches en el espejo y me decía en voz alta "pero qué guapa eres".

Mi madre me llamaba engreída.

Pero yo siempre que podía me lo repetía en voz alta porque necesitaba escucharlo. Y en parte creo que decirme todos los días aquella frase (y convertirla en un mantra) me ayudó a no hundirme del todo.

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Evidentemente, yo no me creía mi mantra. Pero con los años me he dado cuenta de que jamás lo dije en voz baja o mentalmente, siempre lo decía en alto.

Otras veces lo decía antes de ir a clase en el espejo de la entrada de casa.

Actualmente no tengo espejos en mi habitación porque me recuerda a esa época y a aquella frase y supongo que todavía no lo he cicatrizado.

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