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Hay días que son especiales en la vida de la gente.

La comunión.

La graduación.

Cosas de ese estilo.

Mi comunión la arruinó en el momento en que empezó a meterse conmigo porque yo sólo le traía problemas. 

El problema era que yo tenía pelos negros en los brazos y mi vestido no tenía mangas.

Se me había caído un diente y me prohibió sonreír en las fotografías.

Tenía los pies grandes, así que me compró una talla menos de zapato porque tenía que ser estético.

Aquel día no comí.

Evidentemente la vida siguió.

Y llegó el día de mi graduación universitaria.

Para aquel momento ya no tenía tantos pelos en los brazos. Pero estaba gorda. 

Es mentira. No lo estaba. Pero ella decía que sí.

Estaba tan cansada de sus exigencias que después de conseguir que me comprara un vestido para aquella ocasión dejé de pedirle nada.

Me costó lo que no está escrito que comprendiera que quería un vestido para ese momento y que para mi era muy especial. Sospecho que intentó probarme mientras dormía los vestidos de mi comunión y del bautizo, por si así se ahorraba los 50 míseros euros que aquel saco de rebajas le costó.

Llegó el día y me chilló.

¿Cómo que no me iba a maquillar y peinar ella?

Pues porque no quería parecer Marge maquillada con la escopeta de Homer y punto.

Durante un par de meses estuve pensando si invitarla a mi graduación o no porque tenía miedo de que arruinara aquel momento tan importante para mi.

Evidentemente, llegó tarde.

Porque en general no suele venir a mis cosas, pero si viene siempre es tarde.

Tener la inseguridad de que no fuera a arruinar las cosas me hizo sentir tantísima ansiedad durante tantas horas que cuando todo terminó me eché a llorar.

Llegué a casa, me descalcé y lloré durante horas en la cama. Tiré comida contra el suelo. Y al final el cansancio venció a la ira.

Al día siguiente tuve que desmaquillar todo el maquillaje estropeado.

Ese día admitió que me había peinado y maquillado bien.

Lo admitió porque varios profesores lo comentaron públicamente.