martes, 19 de noviembre de 2019

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Durante años siempre que veía a las madres de mis amigas o de mis compañeras de clase sentía envidia.

Iban a verlas a las actuaciones de teatro, les preparaban un bonito cumpleaños, se sentaban con ellas a hacer los deberes.

Y cuando me quedaba a dormir en sus casas veía tanta complicidad que tenia celos.

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Mientras que estas madres se gastaban parte de sus sueldos en hacer felices a sus hijas con material escolar bonito, mi madre compraba material escolar feo. Pero no era porque no tuviéramos dinero. Simplemente es tacaña.

Estas madres compraban uniformes para todos sus hijos. Pero yo tuve que ir diez años con el mismo, incluso cuando ya ni me cabían las tetas porque me había desarrollado.

Nunca fue a verme. Nunca llegó a la hora para recogerme. Todas las buenas notas que saqué nunca fueron suficientes.

Y mientras estas madres llevaban a sitios como Port Aventura a sus hijos, la mía me obligaba a ir a centros de estética donde me depilaban con láser.

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Mi madre pensaba que mis pelos de los brazos eran demasiados. Los de mi cara. Los de mi espalda. Y en aquellas clínicas nadie puso freno porque vivían de obsesas como ellas y de víctimas como yo.

Más de una vez me quemaron la piel. Y cuando todo esto empezó no existían los láseres modernos de ahora. No tenían ni ese agradable chorrito de aire. Tampoco podías elegir el tono de piel sobre el que quemabas, así que en mi piel morena quemaba más.

Actualmente me quedan muy pocas cicatrices.

Me pasé toda mi adolescencia escondiendo las marcas de mis brazos.

Y si ahora me pongo a pensar en todo esto lloro. No por el dolor físico. Sino porque mi madre jamás fue capaz de aceptarme.

Hombre lobo.

Barbuda.

Aquello quemaba y yo iba con ansiedad. Quemaba y yo lloraba. Quemaba y yo chillaba. Me oían desde la sala de espera.

Luego salían costras y yo estaba días dolorida.

Pero ella estaba contenta.

Intentó quitarme con láser el pico de viuda, pelo que crece genéticamente a lo largo y ancho de todo el planeta según si eres recesivo o dominante. Pero para ella aquello era de "latinas".

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Por algún motivo, cuando la chica blanca que me quemaba le explicó que aquello podía tenerlo cualquiera ella accedió a que conservara el mío.

Después, en aquellos sitios siempre te regalaban crema de sol para que te cubrieras bien. Factores protectores de entre 30 y 50. Cremas que ella siempre me robaba porque evidentemente, ella las necesitaba más que yo, que estaba cubierta de costras y cicatrices de pequeñas quemaduras. 

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