jueves, 12 de diciembre de 2019

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Otro grave problema vital para mi madre es que la horrible hija suya solo tiene amigos chicos.

Eso no es verdad.

En mayor o menor medida alguna amiga chica he tenido.

Pero ella siempre se centra en sacar punta a todo y convertir esas puntas en cosas horribles que nadie en su sano juicio pensaría.

Puede que muchas veces haya preferido relacionarme con chicos porque era más sencillo, pero también porque no había más.

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La mayoría de mis amigos universitarios si que son hombres, pero no me parece algo problemático.

En cualquier caso, algo que me genera mucha ansiedad es cuando insinúa cosas desagradables sobre ellos.

Cuando era pequeña el problema estaba en que aquello eran muestras de sexualidad precoz, aunque mis mejores amigas fueran dos chicas.

A medida que iba creciendo, en primaria mis mejores amigas seguían siendo chicas. Así que cuando en la ESO y Bachiller empecé a tener más amigos chicos, esto derivó en que, evidentemente, era una horrible lesbiana.

Bueno, y si lo era, ¿qué?

En vista de que la teoría bollera no cuajaba ni convencía a nadie, empezó la teoría de lo puta que soy; es decir, tengo amigos chicos porque me los tiro a todos. Lo que no sé es si aleatoriamente o con algún orden concreto que ella ha establecido en esa cabeza de chorlito suya.

Cuando más problemas me ha dado esto ha sido cuando he tenido algún novio medianamente serio y mi madre me cuestionaba una y otra vez si mi novio aprobaba que me relacionara con otros chicos.

PASÓ CHERNOBYL Y TE GRITÓ TÓXICA.

Actualmente, todavía cuestiona mi sexualidad.

Hoy por hoy, tampoco he salido del armario en mi casa.

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Otra de las veces en que me di cuenta de que mi madre era un foco de ansiedad fue en la universidad.

La universidad son unos años en los que vives relativamente tranquilo porque has elegido un camino que a tu parecer es definitivo. Vas a cargar el resto de tu vida con esas decisiones.

El caso es que un día llegas al último año de tu carrera y empiezas a sentir cierto malestar porque no sabes qué hacer en los siguientes años, así que buscas idiomas, intercambios, más carreras, másteres que duren 2 o 3 años, etc.

Para mi llegar al final no sólo suponía la incertidumbre del futuro, sino que también estaba el enorme muerto de la graduación.

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La única razón que me mantuvo motivada durante 4 años para sacarme dos grados (que debería haber sacado en 5, como la gente normal) fue perder de vista a mis compañeros de clase. El no querer renunciar a este sueño maravilloso se juntó también con que conocí a mis posibles compañeros del curso inferior.

Igual no era la mejor de las razones, pero para mi era suficiente.

Por eso, mientras el día de la graduación se acercaba yo cada vez tenía más miedo.

La graduación es un acto social y quien diga lo contrario miente.

Mi madre es una persona que parece que si no monta un pollo tremendo no disfruta. Por eso hablé durante meses con mi psiquiatra de si era mejor invitarla o no hacerlo.

Al final se autoinvitó.

Así que en mi cabeza empezaron a crearse situaciones hipotéticas con las que podía humillarme. Conflictos con compañeros, con profesores, con otros padres.

En mi cerebro todo aquello colapsaba una y otra vez.

El caso es, que tras meses poniéndome en lo peor lié a mis padres para ir a cenar justo después de la graduación para que no pudieran entretenerse y que ella destrozase ese día.

Lo conseguí, pero durante meses había ido acumulando tensión y aquella noche exploté.

Además de las escenas hipotéticas había más cosas, evidentemente.

Es por eso que cuando llegué a mi casa empecé a llorar y a lanzar cosas al suelo.

Al final me dormí llorando con la cara llena de maquillaje, aquella manicura tan pastelosa y aquellos bucles en el pelo.

Fue de los peores días de mi vida. Dormirme llorando y gritando "¿por qué no me quiere?".

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Creo que en la última década de mi vida (que es casi la mitad de esta) mi madre me ha generado mucha ansiedad.

La primera vez que me di cuenta de que era ella quien me creaba inseguridades y ansiedad fue cuando me echó de casa para que estudiase en Irlanda.

Al principio yo no quería ir. Pero tampoco es que tuviera más opción.

Los días se sucedían y yo empecé a vestirme como quería. Siguieron pasando y me di cuenta de que había dejado de morderme las uñas.

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Evidentemente, tenía muchos miedos porque ahora era un ente totalmente independiente. Sólo yo me ocupaba de mis deberes, sólo yo era responsable de levantarme a la hora, de hacerme el desayuno y demás.
Recuerdo que muchos días me despertaba antes de que sonara la alarma a las 7. Me duchaba, desayunaba y me iba a caminar antes de ir a clase.
Mi hermano irlandés consideró que esto era un poco triste así que empezó a levantarse a desayunar conmigo y a acompañarme a clase.

Pese a todos mis miedos y encontrarme en un país ajeno al mío, mis uñas comenzaron a crecer.

Cuando volví a casa aquello se acabó.

Hasta que me volví a ir. 

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Durante varios años de mi adolescencia sufrí acoso escolar.

Mi madre en vez de pararlo o cambiarme de colegio se limitó a llevarme a una psicóloga que no me ayudaba en nada. Ella le contaba unas cosas, como que mis problemas venía porque mi carácter es demasiado fuerte. Yo le contaba otras, como que me manchaban la ropa, los libros y me insultaban todos los días siempre que podían.
Esta señora se centraba en la verdad que ofrecía mi madre; es decir, una realidad que no existía, principalmente porque dejé de hablar en el colegio.

Ese acoso no estaba focalizado en nada especial de mi persona: era una especie de matanza de moscas a cañonazos.

A veces me llamaban negra, otras hija de puta, gorda, fea. ¿Qué importa?

El caso es que me deprimí. Ese es mi don.

Y durante todos aquellos años yo me miraba por las noches en el espejo y me decía en voz alta "pero qué guapa eres".

Mi madre me llamaba engreída.

Pero yo siempre que podía me lo repetía en voz alta porque necesitaba escucharlo. Y en parte creo que decirme todos los días aquella frase (y convertirla en un mantra) me ayudó a no hundirme del todo.

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Evidentemente, yo no me creía mi mantra. Pero con los años me he dado cuenta de que jamás lo dije en voz baja o mentalmente, siempre lo decía en alto.

Otras veces lo decía antes de ir a clase en el espejo de la entrada de casa.

Actualmente no tengo espejos en mi habitación porque me recuerda a esa época y a aquella frase y supongo que todavía no lo he cicatrizado.