miércoles, 9 de diciembre de 2020

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Existen días buenos, días malos y días mediocres.

Los días malos son muchos. Los días buenos son aquellos que paso sola o en los que no está. Los días mediocres son aquellos en los que parecía que tenía algún interés en escuchar algo que ibas a decir, te deja hablar unos quince minutos de tus sentimientos y luego te habla tres horas de sus dramas del pasado.

Cuando era más cría me gustaban los días mediocres porque pensaba que eran días buenos. Según fui creciendo me di cuenta de que me estaba utilizando para hacer terapia y yo no tengo por qué cargar con la mierda de nadie, menos mierda tan grande, tan densa y desde tan temprana edad. Básicamente porque no tengo herramientas para autogestionarme, así que, bueno, yo no tengo que ejercer de salvavidas de nadie.


Desde que me fui alejando con la edad tiene que venir a buscarme y supongo que para ella es un tedio. He dispuesto mi habitación y mis costumbres dentro de ella de tal manera que si alguien interrumpe no puede sentirse cómodo en mi cubículo a menos que yo lo desee. Esto supongo que es una ventaja de que me haya encerrado desde siempre en la habitación más mierdosa de toda la casa, que al final la inhospitalidad se vuelve en su contra también y yo ya estoy acostumbrada.

Creo que uno de sus temas favoritos a tratar siempre es echar mierda a mi padre. No como persona. Evidentemente es imperfecto. Tiende a hablar gritando, es un cotilla, se le olvidan muchísimas cosas, etc. Me refiero a que se despacha a gusto en el ámbito del matrimonio.

Cuando yo era una niña vivía aterrada porque a veces él llegaba de trabajar y ella tenía ganas de pelea. Empezaba a gritar. Siempre grita. Recuerdo sentarme contra una de las paredes de nuestra cocina llena de recovecos y llorar allí sin decir nada, al fin y al cabo aquello no iba conmigo. Y un día, con siete años, ella me metió en la dinámica. Yo podía opinar sobre si era mejor que se divorciaran. De repente sí que iba conmigo, ahora ya podía gritar desde mi rincón en pijama que por favor parasen. Y entonces ella se calmaba repentinamente, me miraba, me daba la mano y me decía, "lo mejor es que papá y mamá se separen". Casi veinte años después mamá sigue chillando a papá en la cocina.

Recuerdo -ahora con cierta risa- que un verano que volví de la universidad discutieron y ella amenazó con matarle. Él sacó el cuchillo más grande que encontró en la cocina y le dijo: vale. Y allí estaban los dos con un cuchillo en el medio pasándoselo el uno al otro. Era como ver la televisión porque lo estaba viendo desde el rellano sentada en las escaleras. Y entonces, imagino que harta de la situación, al borde de morir ahogada en mi propia crisis de ansiedad y mi propio llanto, empecé a chillarles que cuál era su puto problema, abrí la puerta de casa y lancé el cuchillo afuera al jardín.


Volviendo sobre el tema, ella suele esperar a que mi padre se marche a la compra o a hacer vida social. Ese tipo de salidas que exigen cierto tiempo fuera de casa. Me ve sola y casi que se abalanza sobre mi. Desde muy niña comenta cosas privadas de su matrimonio que debería haber delegado en amigas o en un terapeuta. Al principio no sabía como zafarme, así que empecé a ver a mi padre hasta con malos ojos porque pensaba que él hacía mucho mal y que este era intrínseco al matrimonio por su culpa. Con los años me di cuenta de que las cosas no pueden ser de color blanco o negro, así que empecé a decirle que si algo le molesta siempre puede hablarlo con él, resignarse porque algunas cosas nunca van a cambiar o divorciarse.

Otras veces comienza una discusión banal en la mesa y la hace escalar rápidamente. Como siempre somos tres a la mesa me mira como una hiena esperando el desempate. Y cuando sentencio "nadie te obligó a casarte" se retira como la zorra de las fábulas de Esopo diciendo que las uvas no las coge no porque no llegue, sino porque están verdes.

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